22.10.13

La guerra de los ‘70 fue legal, y los juicios a los comandantes de las FF.AA., un disparate progre e insconstitucional


Si sólo lo dijera yo, Roberto Dansey, ¿qué validez tendría? Pero ahora sale a luz este informe, de la nueva DIRECTORA DE DESARME EN LA UN, Virginia Gamba, Argentina de 59 años, Premio Nobel de la Paz (compartido) como miembro de la organización Pugwash por el desarme nuclear, en 1995.


La principal experta que tiene el país en estrategia y en islas Malvinas, asumió hoy el cargo de directora de Desarme en las Naciones Unidas. La profesional se desempeñó hasta la semana anterior como asesora en temas internacionales del Ministerio de Seguridad y Justicia del Gobierno porteño. Con el cargo que asume hoy, descripto en la grilla como uno de los más altos en la burocracia de las Naciones Unidas, la Argentina completa un cuadro de funcionarios debajo de la oficina de Ban Ki-moon que tiene pocos precedentes.

El cargo de Gamba es de la jerarquía D2, el más alto fuera de las designaciones políticas, como directora y vice alto representante de la Oficina de Desarme del organismo en Nueva York y con competencia sobre todas las ramas de ese sector: Conferencia de Desarme (con sede en Ginebra), Armas de Destrucción Masiva y Armas Convencionales.

Gamba asume el cargo después de un concurso en el cual compitieron cerca de 100 expertos del todo el mundo, entre ellos un ex canciller de Egipto y un ex vicepresidente de Rusia. La designación reconoce la larga experiencia de esta dama de 59 años en estrategia y en desarme, al punto de que en 1995 obtuvo el Premio Nobel de la Paz (compartido) como miembro de la organización Pugwash por el desarme nuclear.

Entre 1996 y 2001 fue responsable de la fundación Safer Africa que se encargó de las tareas de retiro de las armas que habían quedado en Sudáfrica como consecuencia de años de guerra civil. En esa tarea trabajó junto al ex presidente Nelson Mandela. Vivió en Pretoria durante esos años y desde allí fue asesora en temas de seguridad interna de más de una decena de países africanos.

Por esa experiencia en 2010 vino a la Argentina para trabajar en la organización de la escuela de la Policía Metropolitana y como asesora del Ministerio porteño de Seguridad, donde se desempeñó hasta la semana pasada.

Roberto Dansey


Fuerzas Armadas y su Futuro

Por Virginia Gamba

La guerra contra el terrorismo iniciada por orden del gobierno constitucional argentino en 1975 fue naturalmente continuada por el régimen de facto a partir del 24 de marzo de 1976, no porque los militares lo desearan, sino por imposición del enemigo, que mantuvo la ofensiva contra la sociedad argentina.

Pero desde 1983 se decidió llevar a los militares combatientes en ella a los estrados judiciales a fin de juzgar sus conductas por procedimientos para tiempos de paz a la luz del Código Penal ordinario, habiendo generado ello una fenomenal confusión que se ha ido agravando a través del tiempo pues es sabido que las acciones de guerra deben juzgarse por las leyes que la gobiernan ante tribunales especiales y no por las leyes penales ordinarias aplicadas por los tribunales previstos para juzgar delitos comunes en tiempo de paz.

Los jueces que han procesado y los que están juzgando a militares por sus responsabilidades durante la guerra contra el terrorismo, actuaron y actúan ignorando lo que es la guerra, las normas que la regula y la historia de la formación por parte del Estado Argentino de los cuadros militares para desempeñarse en ella.

El conflicto en su variante netamente “revolucionario”, a partir de la década de los cincuenta, comenzó a preocupar a estudiosos militares y ya en el año 1958 en la Escuela Superior de Guerra contribuían en la cátedra dos Tenientes Coroneles franceses con experiencia en la guerra de Argelia, habiéndose llevado a cabo el primer ejercicio denominado “Barcala” en el Valle de Punilla, Córdoba.

Desde entonces comenzaron a ser entrenados en forma específica por el Estado Argentino los cuadros militares tomándose más adelante, como guía escrita, reglamentos dictados e impresos oficialmente a partir de 1968 en los cuales se explicaba y definía a ese tipo de conflicto y se preveían las acciones para combatir en él.

Hoy en día el conflicto es aún peor, y tanto Colombia, como Venezuela, como Chile, Bolivia y por supuesto Brasil están tomando medidas preventivas para evitar la guerra.

Las miles de víctimas del terrorismo se merecen que encontremos una forma eficaz de detener a los terroristas y evitar que sigan amenazando la vida republicana, aunque sea bajo la apariencia de “democracia”. Porque no es lo mismo República que “democracia”, para los socialistas del siglo XXI.

Los terroristas no funcionan como ejércitos convencionales: nunca llevan uniformes o defienden un territorio. Sus combates son para infundir pánico y, a través del miedo, su ideología. Por tanto, para que el ejército pueda responder al auge del terrorismo global hace falta plantear medidas que estén en constante evolución dentro de una estrategia global.

El apartamiento voluntario del mundo civilizado obedece a la política desarrollada por parte del actual gobierno de la familia Kirchner, que sumergió al país en una falta de seguridad jurídica crítica. Eso trae necesariamente consecuencias: situaciones críticas que pueden llegar a ser violentas cuando el encauzamiento de los problemas trascienden lo jurídico.

Con la autoridad de haber sido asesora permanente del Ministerio de Defensa argentino desde 1983 hasta 1988, y además Profesora Titular de la Escuela Superior de Guerra, antes de radicarme en Europa, puedo sostener científicamente que la falta de preparación de los militares en Argentina, su anulación y desarme absolutos, garantizan que el país será un blanco fácil del próximo conflicto, de una naturaleza absolutamente distinta que los anteriores.

Como lo he expresado claramente en mi último trabajo “Society under siege – Crime, Violence and Illegal Drugs” (Sociedad bajo asedio – Crimen, Violencia y Drogas), publicado en Dublin, considero que el desarme y la desmovilización de las fuerzas armadas argentinas son garantía de la violencia.

Saludo a usted atentamente felicitándola por los contenidos de su página.

Firmado: Virginia Gamba

Capetown – Sudáfrica

✒ | Informador Público | Roberto Dansey. 22 de octubre de 2013. 
http://informadorpublico.com/2013/10/22/la-guerra-de-los-70-fue-legal-y-los-juicios-a-los-comandantes-de-las-ff-aa-un-disparate-progre-e-insconstitucional/  

Los Mitos del indigenismo (Parte I)



Actualmente existe en la Argentina una marcada tendencia a la tergiversación y parcialización de la historia en diversos ámbitos y temas, desvirtuándola como ciencia, generando divisiones y haciendo de la mentira una práctica habitual.

Las campañas al desierto son uno de los campos en los que más se intenta ocultar la verdad y reemplazarla por burdas versiones distorsionadas sobre los hechos.

A través de esta nota iniciamos una serie de estudios para llevar un poco de luz sobre la cuestión.

Sebastián Miranda


1. El mito de los legítimos dueños de la tierra



 Antes de comenzar a analizar las acciones llevadas a cabo durante las campañas al desierto, tema que trataremos en próximas notas, es necesario aclarar una serie de cuestiones. En los últimos años se ha intensificado, desde diferentes sectores, una campaña destinada a tergiversar los sucesos históricos que conforman en su conjunto la cuestión de la guerra contra el indio. El eje central de la misma, básicamente, consiste en sostener que los indígenas vivían pacíficamente en sus tierras y que el hombre blanco llegó para usurparlas y esclavizarlos. Este proceso fue iniciado en 1492 con el descubrimiento de América por parte de los castellanos y continuado a lo largo de los siglos, teniendo como eslabón final el genocidio llevado a cabo por el general Julio Argentino Roca durante las últimas campañas al desierto. De esta manera los pueblos originarios que vivían pacíficamente y un estado de idílica pureza original fueron masacrados y despojados de sus riquezas y territorios. Esta prédica se dirigió en una primera etapa contra el proceso de descubrimiento, conquista, poblamiento y evangelización de América llevado a cabo por España. Desde las usinas de Gran Bretaña y Holanda (en proceso de separación del imperio español), Estados enemigos de España, se tejió la llamada leyenda negra utilizada como ariete contra el accionar hispánico en América, buscando desprestigiarlo con el fin de apoderarse de las riquezas y mercados del nuevo continente. Revivida constantemente por los intelectuales marxistas y por autores como E. Galeano –más afín a los cuentos que a ejercer profesionalmente la investigación histórica-, en su conocida obra Las venas abiertas de América Latina, siguen tergiversando los sucesos. Los escritores cambian pero el nulo rigor científico de sus obras sigue inalterable. No nos ocuparemos de la etapa colonial, quedando esta tarea pendiente, pero sí de este mito que se trasladó a las campañas al desierto, especialmente la de J. A. Roca, atizado por los escritores afines al gobierno actual, los indigenistas y la izquierda en su conjunto. Intentaremos a lo largo de las siguientes notas de llevar algo de claridad y refutar las mentiras y errores que se difunden con mayor frecuencia. Para acotar el campo de análisis nos referiremos exclusivamente a los pueblos que participaron en las acciones en torno a las campañas al desierto pues la situación de las culturas del noroeste y noreste fue completamente diferente.
 En primer lugar es necesario aclarar que los indígenas no eran un grupo homogéneo sino un conglomerado de pueblos distribuidos a lo largo del territorio nacional. La situación de cada uno de ellos era diferente así como la relación con el hombre blanco. Nos ocuparemos puntualmente de los que tuvieron relación con los sucesos historiados. Estos eran básicamente:
   . Araucanos: se ubicaban en el actual territorio chileno, cazadores, recolectores y agricultores. Eran belicosos y excelentes guerreros, logrando detener el avance de los incas en el río Bío Bío en el siglo XV. Su capacidad militar creció, como ocurrió con el resto de las tribus, al aprender a usar el caballo introducido por los españoles. Se los llamaba también indios chilenos siendo hoy en día más conocidos como mapuches. De acuerdo a su ubicación eran llamados de diferentes maneras: picunches (gente del norte); huiliches (gente del sur) y moluches (gente del oeste).
. Pampas y pehuenches: grupos emparentados entre sí y con los araucanos, habitaron en las actuales provincias de Buenos Aires, La Pampa, sur de Córdoba, San Luis y Mendoza llegando hasta Río Negro. Eran muy buenos guerreros y costó mucho evangelizarlos. Los primeros estaban en las zonas llanas, mientras que los segundos en las serranas (Sierra de la Ventana, Tandil). La palabra pampa es un término quechua que quiere decir campo abierto.
. Ranqueles: parientes directos de los araucanos, originarios de Chile, etimológicamente su nombre significa gente del cañaveral, se asentaron en Córdoba y el norte del río Colorado. Cobraron una gran notoriedad por su belicosidad a partir de la llegada desde Chile del cacique Yanquetruz en el siglo XIX emprendiendo campañas de saqueo y destrucción contra las poblaciones de la campaña argentina. Su capital era Leubucó.
. Tehuelches o patagones: habitaron el sur del actual territorio argentino a partir del siglo VI, desde el sur de la costa del río de la Plata hasta Tierra del Fuego. Eran cazadores y en general tuvieron buenas relaciones con los colonizadores y con sus hermanos pampas con los que solían aliarse para defenderse de los ataques de vorogas y araucanos. Estaban en guerra constantemente contra los indios chilenos que normalmente los vencían y esclavizaban.
. Voroganos o vorogas: también originarios de Chile (zona central), se establecieron en el territorio argentino a partir de 1830 teniendo como capital el paraje de Masallé en la actual provincia de La Pampa. En 1834 sus principales caciques fueron masacrados por indios araucanos procedentes de Chile encabezados por Calfucurá, quedando los voroganos bajo dominación araucana.
Estos grupos no eran una masa homogénea sino que estaban en guerra constantemente entre sí. Las razones de estos enfrentamientos eran variadas: disputas territoriales, por la posesión de bienes (ganado, telas, armas, alcohol), venganzas por ofensas, por el deseo de tener esclavos de la tribu rival o por cuestiones dinásticas. A su vez eran comunes las luchas internas, especialmente cuando un cacique moría y existían varios candidatos para la sucesión. Las tribus que eran sometidas por otras veían en el hombre blanco un aliado para liberarse de este dominio y a su vez los criollos utilizaban los servicios de los llamados indios amigos para defender las fronteras de los ataques de sus parientes más belicosos. Esta situación se dio en toda América. Difícilmente H. Cortés hubiera podido conquistar al imperio azteca sin el apoyo de los más de 120.000 indios aliados que querían liberarse del yugo azteca. En la Argentina se repitieron los casos: los tehuelches marcharon junto a las fuerzas de J. M. de Rosas contra los araucanos, al igual que lo hicieron los vorogas contra los ranqueles. En la batalla de San Carlos (8 de marzo de 1872), decisiva para terminar con el poder de Calfucurá, lucharon 585 hombres del Ejército Argentino y la Guardia Nacional junto a 940 indios aliados, pampas, contra 3.500 araucanos, vorogas y ranqueles.[1]
Al analizar seriamente la cuestión, podemos ver que los llamados pueblos originarios lo son –si nos referimos al actual territorio argentino-  y en otros no.

      . Araucanos o mapuches: originarios de Chile, comenzaron a invadir masivamente el actual territorio argentino a partir del siglo XIX (mucho después de la llegada de los españoles), atraídos por la abundancia de ganado.  El primer gran malón se produjo en 1737 contra el naciente pago de Arrecifes. Al año siguiente 2.000 araucanos provenientes de Chile arrasaron la población. Se inició entonces la trágica costumbre de las invasiones de indios chilenos que tras los saqueos volvían con el botín a sus dominios al oeste de la Cordillera de los Andes. En 1820 capitaneados por los hermanos Carreras arrasaron los pueblos de Salto y Dolores. Estos ataques unidos a nuevas invasiones provenientes de Chile fueron los que motivaron las expediciones al desierto del gobernador de Buenos Aires Martín Rodríguez en 1823 y 1824. El resultado fue negativo dada la escasa experiencia del gobernador en la lucha contra los indios y la falta de baqueanos. M. Rodríguez, a pesar de las advertencias de J. M. de Rosas, atacó durante las campañas a tribus que no habían participado en los malones por lo que no solamente no pudo neutralizar a los agresores sino que despertó la ira de naciones como los pampas que mantenían relaciones amistosas con el gobierno. La venganza de los indios no se hizo esperar, desatándose una serie de malones devastadores que arrasaron las fronteras de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. Esto hizo que se decidiera el envío de la una misión encabezada por el coronel de milicias  J. M. de Rosas que reunió a los caciques enemigos en la laguna del Huanaco (150 km al norte de Salinas Grandes en la actual provincia de La Pampa). Allí se hicieron presentes 39 caciques y 50 representantes de parcialidades indígenas. Sorprendidos e impresionados por el coraje de J.M. de Rosas que inicialmente concurrió solo y les habló en lengua pampa que dominaba perfectamente, logró la firma de un acuerdo. Se logró adelantar las fronteras y, a cambio de la entrega de animales, yerba, tabaco, azúcar y otros productos logrón mantener la región en paz. Si bien la solución definitiva hubiera sido una expedición militar y no el pago de esta forma de tributo, el gobierno no estaba en condiciones de hacerlo ya que debía destinar los recursos disponibles a la inminente guerra contra el Brasil. Posteriormente J. M. de Rosas volvió a marchar, esta vez al sur de la provincia de Buenos Aires, para lograr otro acuerdo con los indígenas a que existía el peligro que los brasileños buscaran la alianza con ellos para abrirle al gobierno argentino un nuevo frente de guerra. Este fue justamente uno de los objetivos de la malograda expedición que culminó en la derrota imperial en Carmen de Patagones.[2]
En 1834 bajo el liderazgo de Calfucurá (perteneciente al sub grupo de los huiliches) masacraron a los caciques voroganos y se establecieron en el centro de la actual provincia de La Pampa en Salinas Grandes. Sobre esta cuestión ha queda un precioso testimonio de Santiago Avendaño, a mi juicio una de las mejores obras para conocer la cuestión de la guerra contra el indio y las luchas internas. S. Avendaño fue cautivado por los ranqueles en 1842 y siete años después logró escapar. A partir de 1852 fue mediador entre el gobierno y los indígenas con los que volvió a convivir y apreció hasta su asesinato en 1874 cuando era secretario del cacique Juan José Catriel dentro de uno de los tantos procesos de lucha civil entre los aborígenes:

      “El cacique Rondeau confió en las protestas de paz y despachó a uno de los enviados a Calfucurá manifestando el beneplácito para que se aproximasen los viajeros (….).  Calfucurá se aproximó hasta Mallo-lafquén (laguna de la cal o greda) y de aquí marchó a altas horas de la noche a Pul, aprovechando el silencio de la noche para, de ahí, dar un paso más, al amanecer, y caer sobre las tolderías de Rondeau. Cuando quiso aclarar, todos estuvieron en disposición para avanzar. Se echaron en marcha a todo escape, diseminándose por las tolderías de tránsito, provocando una tremenda confusión  (…). El indio emisario ya había asesinado al cacique Rondeau al tiempo que pretendía ponerse en fuga. Los caciques ya mencionados {Curu-thripay, Nahuel-quintuí, Calfuthrú, Mari-leofú, Curu-angué, Milla-bozó y Milla-pulqui} fueron rodeados y lanceados y, un  momento después, los invasores se repartieron en grupos en todas las direcciones para sorprender a los que aún ignoraban estos sucesos.
      Poco después fue que lograron encontrarse con los caciques Melín y Alún, acompañados de algunos indios que venían sin sospechar nada en absoluto. Venían por la invitación del hermano ahora asesinado. Estos fueron conducidos a la presencia del caudillo, que mandó lancear a los dos hermanos, salvando, en cambio la vida a los caciques Yofqueiñ y Maiñque-fú, quienes prometieron someterse al conquistador”.[3]

Una parte de los sobrevivientes se sometieron a los conquistadores, comenzando un proceso de mestizaje entre los voroganos y los huiliches. Pero no todos aceptaron esto y buscaron apoyo entre los blancos:

“(….) Los indios que habían emigrado a las fronteras se consagraron a defenderlas, haciéndose dignos de ser contados en el número de los mejores soldados de línea, por su intachable fidelidad, su actividad en el servicio y por el orden que guardaban en su vida privada (…). Juan Manuel de Rosas confirió, sí, el empleo de Coronel al cacique Collinao, con el goce de todas las prerrogativas que correspondían a ese rango. Pero tan pronto como cayó Rosas Collinao cesó de gozar lo que muy justamente había merecido por su lealtad.
      Los caciques Carré-llang, Teuqué, Lorenzo, Güaiquimil, Güenuqueo y otros, arrastraron a unos 193 indios con sus familias. Todos estos prestaron valiosos servicios a la causa de la civilización, haciéndose temibles para los indios de afuera (…)”.[4]

De esta manera los restos de las tribus vorogas, originarias de Chile, se dividieron en dos: los que se fusionaron con los huiliches de Calfucurá y los que se unieron a los blancos buscando su protección y contribuyendo eficazmente a la defensa de las fronteras. Existe una polémica sobre las causas del ingreso de Calfucurá al territorio argentino que analizaremos al tratar la campaña al desierto de J. M. de Rosas.
Los araucanos o huiliches de Calfucurá no se limitaron a decapitar a las tribus vorogas. Combatieron también contra sus parientes moluches destruyendo a las indiadas del cacique Raylef, también chileno, en la batalla de río Agrio. Tras la caída de J. M. de Rosas en Caseros, Calfucurá[5] formó una confederación de tribus que devastó las poblaciones de frontera hasta la derrota de San Carlos en 1872 y las campañas al desierto. Con frecuencia sus hermanos cruzaban la cordillera de los Andes desde sus dominios en Chile para apoyarlo en las invasiones. De estas dio cuenta Manuel Baigorria en sus Memorias:

      “Baigorria se marchó a Rosario y recibió una orden del capitán general que se fuese tierra adentro, porque había sabido por el cónsul chileno que mil seiscientos indios habían pasado la cordillera encabezados por Renquel y se dirigía a lo de Calfucurá, su hermano, para invadir Buenos Aires, y que sin omitir sacrificios era preciso contenerlos. Nada menos que él y el presidente {en esos momentos Santiago Derqui} iban a marcharse para Buenos Aires a tener una entrevista con el gobierno”.[6]

El producto de los malones era llevado a Chile donde era comprado por los comerciantes locales junto a algunos inescrupulosos comerciantes argentinos.[7]  A partir del inicio de las disputas territoriales con la Argentina, el gobierno chileno comenzó a fomentar y apoyar estos ataques como instrumento para menoscabar la soberanía argentina en la Patagonia, en disputa con el gobierno trasandino:

“Nuevamente en el valle del Limay, encontramos tropas de ganado que de las estancias saqueadas en la provincia de Buenos Aires pasaban a Chile. Llegué a contar ciento veinte sendas, tan antiguo como frecuente era el negocio, causa principal de los malones (…)”.[8]

Por ello no fue rara la presencia entre los contingentes araucanos de tropas de línea chilenas, produciéndose numerosos combates entre el Ejército Argentino y los indios amigos contra indígenas araucanos apoyados por tropas chilenas, especialmente durante las acciones del general Conrado Villegas en Neuquén.[9]
Nunca los araucanos, hoy llamados mapuches, fueron originarios de la Argentina sino que se establecieron tras someter a las tribus locales y a sus propios hermanos de raza, viviendo del saqueo de las poblaciones de frontera.

      . Pampas: provenientes del tronco araucano, se establecieron en las actuales provincias de Buenos Aires y La Pampa en el siglo XVI. Ocasionalmente participaron en malones junto a los araucanos pero generalmente las relaciones fueron conflictivas, estando en guerra contra ellos junto con los tehuelches. En 1830 junto a los pehuenches fueron masacrados por los vorogas en Bahía Blanca.

      . Pehuenches: en 1825 el cacique Ñeincul fue asesinado, como los pehuenches habían apoyado al Ejército de los Andes y eran aliados, el gobierno de Mendoza, para evitar la guerra civil, designó como sucesor al cacique Antical. Sin embargo, el cacique Llanca Milla no estuvo de acuerdo y solicitó el apoyo de sus enemigos huiliches del cacique Anteñir para combatir a Antical al que culpaba de la muerte de Ñeincul. Los huiliches (araucanos) reunieron 5.000 guerreros junto con 200 guerrilleros realistas y prometieron apoyar a Llanca Milla. Atacaron primero a Antical en sus toldos de Malal Hué matándolo y masacrando a guerreros, mujeres y niños. Los que lograron salvarse, no sabiendo que habían sido atacados por los huiliches y pensando que eran los atacantes eran los pehuenches de Llanca Milla, pidieron apoyo a Anteñir que prometió ayudarlos si se presentaban desarmados en sus toldos. Una vez allí fueron masacrados cerca de 1.000 pehuenches, hombres, mujeres y niños. Combatieron contra los vorogas que mataron a muchos de ellos en diferentes puntos de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1830.

      . Ranqueles: se asentaron en Leubucó (Córdoba) alrededor de 1700. Originalmente eran una mezcla de araucanos, huiliches, huarpes y puelches. Cobraron importancia en el siglo XIX cuando el cacique Yanquetruz llegó de Chile y organizó malones constantemente. Fueron el principal blanco de la campaña al desierto de J. M. de Rosas. Yanquetruz fue sucedido por los caciques Painé y Galván. Los ranqueles se dividieron entre los seguidores de Yanquetruz y los de Llanquelén y Calfulén (eran hermanos) que pidieron protección al gobierno de Buenos Aires sirviendo como fuerzas para cuidar las fronteras. En 1836 una expedición ranquelina salió de Leubucó para castigar a los caciques por haberse unido a los cristianos, pero al enterarse de que a su vez Calfucurá los atacaría a ellos, se dirigieron a Rojas donde fueron batidos por Llanquelén. Los ranqueles sobrevivientes fueron enviados a Buenos Aires donde el gobernador J. M. de Rosas se encargó de costear su educación.
Enardecidos por la derrota, los caciques Pichuiñ y Painé organizaron una nueva expedición para vengarse de sus hermanos a los que J. M. de Rosas habían distinguido con honores por su servicio en la defensa de la frontera. En 1838 sorpresivamente la expedición ranquelina llegó hasta las cercanías de los toldos de Llanquelén y Calfulén. A pesar de la dura resistencia, los hermanos fueron capturados y ejecutados:

“Acto continuo fue llevado hasta el foso {Llanquelén}, donde vio con sus propios ojos todo el horror que se había cometido. Vio a su hermano dentro del foso, la cabeza separada del cuerpo, vestido como había estado. Allí se la mandó tirarse al suelo. Hecho esto, se le dejó llorar un momento y luego fue degollado por el cacique Anequeo”.[10]

Los indios que querían entrar en connivencia pacífica con el hombre blanco terminaban así trágicamente sus días. Los sobrevivientes, mujeres y niños fueron repartidos para servir como esclavos entre los vencedores.

Tehuelches: eran los más antiguos de los que se asentaron en el actual territorio argentino, a partir del siglo VI. Fueron atacados por diversos pueblos:
En 1821 un nutrido grupo de araucanos del grupo moluche apoyados por tropas regulares de Chile vencieron y masacraron a 1.800 tehuelches en Choele Choel, obligándolos a retirarse hacia el sur o buscar refugio entre los blancos:

“(…) Vencidos por los invasores moluches con el apoyo de las milicias chilenas y un cañón en la batalla de Choele Chel (1821) y la muerte masiva de los mismos comandantes (el comandante Calixto Oyuela calculó que murieron unos 1800 guerreros tehuelches) permitió el mestizaje de sus mujeres con los mapuches en gran escala (…)”.[11]

Efectivamente esto hizo que los tehuelches comenzaran un proceso acelerado de mestizaje con otros grupos ya que muchos de los varones murieron en esta batalla. Para tener una idea de la magnitud de la matanza podemos compararla con las campañas al desierto. Durante las acciones de 1879-1800 se calcula se capturaron alrededor de 20.000 indios. En una sola batalla los araucanos matarona un equivalente al 9% de todos los indios capturados durante las campañas al desierto  más importantes de la historia argentina.
Diezmados por los araucanos, desde 1821 pidieron apoyo a los sucesivos gobernadores de Buenos Aires Participaron activamente en la campaña al desierto de J. M. de Rosas batiéndose valientemente contra los ranqueles y araucanos.
Los enfrentamientos con los indios chilenos eran permanentes. George Chaworth Musters, marino británico que realizó un viaje por la Argentina en 1869, relató su experiencia:

      “(…) El padre de Casimiro {cacique tehuelche leal al gobierno argentino, gran amigo del ilustre capitán Luis Piedrabuena} cayó prisionero también en un infructuoso asalto a un fuerte araucano. Consiguió evadirse con un par de compañeros suyos después de dos o tres años de cautiverio; y, cuando iban apresuradamente a juntarse con los tehuelches en las inmediaciones de Geylum, encontraron a un araucano que andaba solo. Este al ver el fuego se acercó sin recelo, y los otros lo recibieron bien, invitándolo a fumar; pero luego lo agarraron, lo desnudaron y lo ataron de pies y manos, y lo dejaron tendido en la pampa, presa desamparada para los cóndores y los pumas. Después de satisfacer sí su anhelo de venganza, los fugitivos lograron reunirse a su gente y organizaron un ataque contra los araucanos, en el que fue muerto el padre de Casimirio (…)”.[12]

Los araucanos, llamados en Neuquén manzaneros (por la abundancia de estas frutas en la región), siempre fueron superiores en número por lo que frecuentemente ganaban las batallas y esclavizaban a los tehuelches:

      “(…) Se contaban algunos prodigios de valor que los tehuelches habían realizado; pero en realidad los manzaneros se mostraban superiores a ellos como guerreros, y hasta en los tiempos de nuestra visita a estos últimos tenían esclavos tehuelches (…)”.[13]

La práctica de la esclavitud era común entre los indios, siendo víctimas de ella tanto los cristianos como los miembros de las tribus enemigas.
Otro testimonio de estos enfrentamientos entre araucanos y tehuelches ha llegado a nosotros de la mano del gran explorador y científico Francisco Moreno:

“(…) El patagón no es menos valiente y defensor de su soberanía, {que el araucano} como lo atestiguan  las relaciones de combates que, en las veladas, cuentan los guerreros de todas esas tribus, y en las que muchas veces la peor parte no la han llevado los tehuelches.
      Estos son exaltados en la guerra, pero en la paz no creo que haya salvaje en el mundo más tratable, sin tener en manera alguna la susceptibilidad de carácter del  belicoso araucano o pampa”.[14]

Esta diferencia en la idiosincrasia de los tehuelches, originarios del actual territorio argentino, es la que hizo que las relaciones con el hombre blanco fueran, salvo raras excepciones, cordiales. Caso contrario a las que se desarrollaron con los araucanos, oriundos del actual Chile, que invadieron las tribus de los verdaderos pueblos originarios.

      . Voroganos: nativos de Chile, también del tronco araucano hoy llamado mapuche, asentados en el actual territorio argentino a partir de 1830. En Chile lucharon contra otros araucanos en guerras internas. Producida la revolución patriota contra Fernando VII en 1810 se unieron a los realistas comandados por el coronel José Antonio Pincheira. Tras la victoria patriota de Maipú invadieron el actual territorio argentino realizando malones sobre Carmen de Patagones (1829). Masacraron a los pampas asentados en Sierra de la Ventana y Sauce Chico, matando a los caciques principales. Seguidamente avanzaron sobre las proximidades de la Fortaleza Protectora Argentina[15], hoy Bahía Blanca, donde volvieron a diezmar a los pampas (26 de septiembre de 1830) asentándose en Guaminí. Los pampas sobrevivientes huyeron hacia el sur del río Negro comandados por los caciques Raynagual y Chocorí.
En 1834 los principales caciques vorogas –Mariano Rondeau y Melián- junto a muchos de sus capitanejos e indios de chusma fueron asesinados a traición por los araucanos dirigidos por Calfucurá que supuestamente concurrían desde Chile para comerciar pacíficamente. Hay una polémica histórica sobre el ingreso de estos araucanos. Para algunos historiadores ingresaron con el apoyo de J. M. de Rosas que los utilizó para someter a los voroganos que se habían negado a atacar a los ranqueles, principales enemigos de los gobernadores provinciales, para otros la llegada fue consecuencia de un prolongado período de sequía en Chile que hizo que el alimento escaseara. Lo cierto es que desde 1834 estos araucanos se asentaron en Salinas Grandes, siendo la relación buena con el hombre blanco hasta la caída de J. M. de Rosas en Caseros.

Sintetizando: araucanos, ranqueles y voroganos fueron etnias originarias de Chile que en distintos momentos, pero principalmente a partir del siglo XIX, se asentaron en el actual territorio argentino sometiendo y masacrando a las tribus locales, originarias, pampas, pehuenches y tehuelches. A este proceso en su conjunto se lo conoce como la araucanización de la pampa. Alfredo Serres Güiraldes en su excelente estudio sobre la cuestión expresó:

“Llegó a configurar en el transcurso del tiempo, una verdadera invasión, con las secuelas lógicas que acarrea una agresión de esa naturaleza. Esa irrupción, en su cénit, llego a conformar prácticamente un estado dentro de otro estado y que oponía la fuerza a todo intento de reconquista que efectuaran las autoridades nacionales”.[16]

Efectivamente, la araucanización fue una invasión de pueblos originarios de Chile que inicialmente usurparon territorios pertenecientes a pueblos originarios del actual territorio argentino –pampas, pehuenches y tehuelches- que posteriormente se trasladó también a territorios ocupados por el hombre blanco. Este último durante la época colonial tuvo relaciones conflictivas con los dos primeros grupos y buenas con los terceros. A partir de 1810 las relaciones con los tres grupos en general, salvo algunas excepciones, fueron buenas, apoyándose mutuamente frente a las agresiones de las diferentes etnias que habitaban al oeste de la Cordillera de los Andes. Debido a las masacres efectuadas por los araucanos (en sus diferentes sub grupos: huiliches, voroganos, ranqueles, etc) contra los pampas, pehuenches y tehuelches, estos buscaron el apoyo de las autoridades argentinas para evitar sus extinción. Simultáneamente los sucesivos gobiernos argentinos, como veremos en otras notas, utilizaron los conflictos entre los sub grupos del tronco araucano para intentar neutralizar el accionar de los indios originarios de Chile. Estos procesos generaron una enorme mortandad entre los indígenas. Solamente mencionando la batalla de Choele Choel, observamos la matanza de 1.800 tehuelches, no solo guerreros sino mujeres y niños. Preguntamos a los indigenistas: ¿en qué batalla el Ejército Argentino produjo esta mortandad semejante que no respetó la vida de mujeres ni niños? Esto se trasladó en 1825 a los pehuenches en Mendoza, repitiéndose con los pampas en 1829 y 1830 en Sierra de la Ventana y Bahía Blanca.
Estas masacres o genocidios, término tan utilizado por indigenistas, intelectuales de izquierda o simples ignorantes al referirse a la cuestión de las campañas al desierto, que por cierto no incurrieron en estas aberraciones, son casualmente olvidados por los cultores del indigenismo y por iconoclastas que dirigen su odio contra monumentos consagrados a personajes fundamentales en la historia de América y la Argentina como fueron Cristóbal Colón y Julio Argentino Roca.
Otro de los historiadores que abordó la cuestión, Roberto Edelmiro Porcel, expresó:

      “Pero cabe aclarar que las grandes matanzas de indígenas fueron producto de sus propias guerras tribales y sus continuas venganzas, que respondían a ataques con ataques, a muerte con muertes, o sea ocurrieron como consecuencia de sus enfrentamientos permanentes. En ellas y en la araucanización de nuestras pampas murieron millares de indios de lanza y de chusma, que cuando no era aprisionada era lanceada, muchas veces sin distinguir siquiera entre hombres, mujeres y niños”.[17]

Es entonces que, más allá de los excesos ocurridos durante las campañas al desierto, las muertes masivas de indígenas fueron producto de las guerras internas y las invasiones producidas entre las diferentes etnias.

NOTAS:
[1] MIRANDA, Sebastián. La batalla de San Carlos. El comienzo del fin. En: Defensa y Seguridad Mercosur, año 5, Nro 24, marzo-abril de 2005, pp. 87-93.
[2] Ver MIRANDA, Sebastián. La batalla de Carmen de Patagones. En. Defensa y Seguridad Mercosur, año 7, Nro. 38, julio-agosto de 2007, pp. 64-73.
[3] AVENDAÑO, Santiago. Memorias del ex cautivo Santiago Avendaño (1834-1874).  Recopilación del padre Meinrado Hux, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2004, pp. 35-36.
[4] AVENDAÑO, Santiago. Op cit., p. 39.
[5] Se unió a la guerra civil entre Buenos Aires y la Confederación entre 1853 y 1861, apoyando a las fuerzas de J. J. de Urquiza.
[6] BAIGORRIA, Manuel. Memorias, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1975, p. 139. Coronel unitario que se refugió entre los ranqueles, combatiendo contra las fuerzas federales y participando activamente en los malones. Posteriormente sirvió a las órdenes de J. J. de Urquiza en la guerra contra Buenos Aires y terminó cambiando nuevamente de bando uniéndose a las tropas de B. Mitre. Sus Memorias constituyen un testimonio de gran valor para entender la evolución de la política nacional y las costumbres de los indios.
[7] Recomiendo la lectura del excelente trabajo: ROJAS LAGARDE. Jorge Luis. Malones y comercio de ganado con Chile. Siglo XIX, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2004.
[8] MORENO, Francisco Pascasio. Reminiscencias del perito Moreno, primera reimpresión, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 1997, p. 57.
[9] Sigue siendo insustituible la lectura del trabajo del fallecido patriota PAZ, Ricardo, Alberto. El conflicto pendiente, segunda edición, Buenos Aires, EUDEBA, 1981, T I y II.
[10] AVENDAÑO, Santiago. Op cit., p. 70.
[11] PORCEL, Roberto Edelmiro. La araucanización de nuestra pampa. Tehuelches y pehuenches. Los mapuches invasores, Buenos Aires, Edivérn, 2007, p. 32. Se trata de un libro sintético pero no por ello poco riguroso, que plantea verdades que hoy pocos se atreven a decir, mostrando brillantemente cómo se desarrolló el proceso de araucanización del actual territorio argentino y las guerras entre las diferentes etnias.
[12] MUSTERS, GEORGE CHAWORTH. Vida entre los patagones. Un año de excusiones por tierras no frecuentadas desde el estrecho de Magallanes hasta el río Negro, segunda reimpresión, Buenos Aires, Solar, 1991, p. 184.
[13] MUSTERS, GEORGE CHAWORTH. Op. cit., p. 184.
[14] MORENO, FRANCISCO PASCASIO. Viaje a la Patagonia Austral 1976-1877, segunda reimpresión, Buenos Aires, Solar, 1989, p. 217.
[15] Fundada el 9 de abril de 1828.
[16] SERRES GUIRALDES, Alfredo. M. La estrategia del general Roca, Buenos Aires, Pleamar, 1979, p. 123. Trabajo excelente que se centra en analizar la importancia del general J. A. Roca en el afianzamiento de la soberanía nacional en relación a la cuestión indígena y los problemas limítrofes con Chile.
[17] PORCEL, Roberto Edelmiro. Op. cit., pp. 28-29.

✒ Sebastián Miranda | Debatime | Martes 22 de octubre de 2013.
http://debatime.com.ar/los-mitos-del-indigenismo-parte-i/

Los mitos del indigenismo (Parte II)


  1. El buen salvaje
"Otro de los mitos que ha cobrado mayor difusión es el del buen salvaje. Herederos del pensamiento antisocial de J. J. Rousseau que sostenía que el hombre es naturalmente bueno y la sociedad lo corrompe los indigenistas actuales idealizan a los aborígenes, fuentes y depositarios de todas las virtudes y demonizan al hombre blanco –español o criollo- que monopoliza todos los vicios y aberraciones de los que es capaz del ser humano. Más allá de lo burda de la mentira, es importante comprender que durante las campañas al desierto se cometieron excesos, que fueron la excepción y no la regla, pero que las costumbres de los indígenas no eran un dejo de santidad, producto de su modo de vida. No se trata entonces tampoco de caer en el extremo de demonizarlos o de considerar a estos pueblos como titulares de todos los vicios, pero sí de refutar la visión idílica planteada por los indigenistas y detractores de la campaña al desierto. Se trata de poner las cosas en su sitio y explicar las verdades históricas".


 Hemos analizado en el punto anterior el origen de los pueblos, refutando la falsa afirmación de que era el hombre blanco el que invadía sus tierras. Seguidamente trataremos la cuestión de las costumbres y la actitud de los pueblos invasores frente a los pobladores de frontera. Tomaremos algunos testimonios como muestra, pues la bibliografía sobre el tema es vastísima. 
Los cautivos
  Existen infinidad de testimonios sobre los cautivos, que no solamente fueron blancos sino también indios capturados. S. Avendaño, testigo de los sucesos, relató lo ocurrido tras el asesinato de los caciques ranqueles Llanquelén y Calfulén:
 “Los niños de los hermanos fueron tomados por los diferentes indios para su servicio. También fueron distribuidos los hijos de aquellos que habían muerto defendiendo la causa de LLanquelén (….). En medio de la tremenda algaraza, en unos por el saqueo y por el triunfo, en los otros por los alaridos y llantos de quienes veían dispersos sus chiquillos y sus hijas mozas; en fin, sus deudos que ignoraban la suerte que les esperaba; gimiendo todos y las criaturas porque les faltaban sus madres y extrañando por verse en poder de hombres desconocidos. Todo esto presentaba el cuadro más digno de compasión (…)”[1]
 La suerte del cautivo quedaba librada a los caprichos de su captor. En otra de sus obras, S. Avendaño explicó:
 “En cuanto a los cautivos cristianos, es algo propio; porque en todos los países ocurre lo mismo: unos distinguen a sus esclavos y otros los mortifican (…). Los indios son muy dispuestos a considerar a sus hijos adoptivos; pero estos no han de ofrecer las más pequeña dificultad en el cumplimiento de sus deberes. Si sucede lo contrario, castigarán al cautivo aun con boleadoras y hasta lo lastimarán”.[2]
 La añoranza del hogar y los seres queridos, del que eran arrebatados los cautivos, quedan plasmadas en sus escritos:
 “(…) Irremediablemente derramaba copiosas lágrimas, porque recordaba quien había sido yo cuando gozaba del regazo maternal, y reflexionaba qué era actualmente en mi cautiverio, lloré amargamente, quejándome del Omnipotente, que parecía complacerse en mortificar a una criatura inocente, que como tal en nada podía haberlo ofendido, como para merecer un amargo y perpetuo destierro”.[3]
 Tras años de sufrimiento y esclavitud, S. Avendaño protagonizó una memorable fuga de los toldos ranqueles, volviendo a la civilización y permitiéndonos en la actualidad disponer de su invalorable testimonio escrito que constituye uno de los más relevantes de la bibliografía disponible sobre la cuestión aborigen en el marco de las campañas al desierto. Años más tarde, en 1874, fue asesinado junto al cacique Cipriano Catriel durante una disputa interna entre los indios pampas en Olavarría.[4]

Las criaturas y las mujeres
 Otro de los episodios relatados por S. Avendaño fue le ejecución de una mujer ranquelina acusada de brujería, no siendo impedimento para su asesinato el que tuviera en brazos un niño de pecho:
  Durante ese diálogo la criatura, llena de alegría, chupaba el pecho de su madre, jugueteando con ella, contenta porque se hallaban en el regazo maternal, pero era para no volver jamás a él (…). Llegó la hora de quitar la criatura del seno de la madre. La arrancaron de sus brazos y de un solo bolazo en el cráneo, en la parte superior, fue suficiente para que dejase de existir (…)”.[5]
 El niño fue entregado a una cautiva blanca para que lo criara.
 Estando en los toldos ranqueles del cacique Mariano Rosas, Lucio Victorio Mansilla, en su célebre obra Una excursión a los indios ranqueles relata un episodio entre el cacique y una de sus esposas.
 “El cacique había castigado a una de sus mujeres; quería castigar a la otra, y el hijo se oponía, amenazando al padre con un puñal si tocaba a la madre. 
 Era una escena horrible y tocante a la vez.
 Había bebido, el toldo era un caos, las mujeres y los perros se habían refugiado en un rincón, los indiecitos, las chinitas desnudas lloraban y un fogón expirante era toda la luz.
 Mariano Rosas rugía de cólera.
 Pero retrocedía ante la actitud del hijo protector de la madre”.[6]
También hizo referencia al encuentro con una cautiva de San Luis:
 “Me refirió entonces que era de San Luis, que durante algún tiempo había vivido con un indio muy malo. Que este había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en la última invasión que llevaron los ranqueles al Río 5º (…).
 Vea señor –me decía-, cómo me castigaba el indio.
 Y mostraba los brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos y de cicatrices. Así –añadía con mezclada expresión de candor y crueldad-, yo rogaba a Dios que el indio echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo envuelto con el humor y …”.[7]
 A raíz de una desavenencia entre los propios ranqueles, en 1845 el cacique Guzmané atacó las tolderías de una facción rival, suceso que fue presenciado por S. Avendaño, entonces cautivo:
 “(…) Se echó sobre las familias, mandando asesinar a los dos indios prisioneros, y permitió el saqueo y toda clase de violaciones que cometieran con las mujeres. Cautivaron también a algunas jóvenes. Luego dio orden de destruir hasta los toldos”.[8]
 Al poco tiempo fue el propio cacique víctima de la venganza de sus semejantes:
 “(…) Lo rodearon y por fin, viéndose acometido por todos lados y sin auxilio, el cacique intentó sostener un combate desesperado, él contra dieciséis que lo atacaban.
 Sus enemigos le quebraron la lanza; echaron pie a tierra y por todas partes no se vio sino una lluvia de lanzazos que lo hirieron para concluir con él”.[9]
  Este tipo de conductas eran habituales, especialmente entre los más belicosos araucanos y ranqueles, generando una gran mortandad a causa de las venganzas.
 Durante la invasión al pueblo de Rojas en 1849, nuevamente S. Avendaño pudo observar la barbarie en la forma en que los ranqueles trataban a las mujeres y a los niños:
 “Una pobre mujer, que en pocos días debía dar a luz a un hijo, y un chico llamado José Centeno, fueron los únicos que cayeron en poder de los indios. La primera fue víctima de la ferocidad, porque en momentos en que el indio trataba de alzarla a caballo, vio que se le venían encima cuatro cristianos. El indio sacó su cuchillo y le dio a la mujer una puñalada en el vientre, de manera que la infeliz largó las tripas al suelo y cayó exhalando un solo grito. El chico fue llevado, porque su captor cristiano se contentó con él, y regresó a los primeros  teniendo buen cuidado de internarse”.[10]
 Seguramente el cristiano al que se refiere S. Avendaño fue uno de los renegados o criminales que con frecuencia encontraban refugio entre los indígenas, siendo el caso más conocido el de Manuel Baigorria.
 Uno de los testimonios más desgarradores fue dado por Tiburcia Escudero, testigo de un malón sobre la estancia La Higuerita en San Luis en 1850:
  “(…) Un indio me agarró de las trenzas y me levantó en el aire y me puso atravesada sobre la cruz de su caballo gritando: no escapando cristiana (…) cristiana linda no matando, llevando toldo, volvimos al patio donde otros indios estaban bajando de los caballos  y dando vuelta todo lo que teníamos y robando (…). De mi mamá no supe más nada. Después, de vuelta, a los cuatro años, me anoticié que la mataron los infieles y que mis hermanos menores se habían escondido en un hueco de barranca y se salvaron porque no los vieron los indios (…). Saquearon como tres viviendas más, robando y matando, en algunos casos mataron niñitos que aún no caminaban, los tiraban para arriba y tres o cuatro indios por juguete decían: ensartando piche-botón (niño) y los clavaban con la lanza. A mí me ataron pies y manos con sogas de boleadoras duras; el primer día ya me habían sangrado las muñecas y tobillos. La vuelta era una carrera desenfrenada, tardamos tres días en llegar a las tolderías”.[11]
  Semejante salvajada, asesinato de mujeres y niños, secuestro, robo, no hacen necesarios comentarios.

 El trato a los prisioneros
 En 1876, durante una serie de malones, los indios capturaron a un cabo y un soldado. Uno de los vecinos de Junín, Isidoro de la Sota, envió una carta a don Ataliba Roca residente en Buenos Aires, informando de los sucesos de los que fue testigo:
  “(…) Días después arrebataron los caballos del Fortín Salinas, el primero viniendo de allá, del que capturaron un cabo y un soldado a los que, desmontados, arrastraron dos leguas, después de haberles castrado y cortado un pie; los mataron al divisar el segundo Fortín, el Heredia, del que, los indios dieron muerte a tres soldados sin armas que atendían la caballada, la que se llevaron toda: ¡este es el principio de nuestra frontera!”.[12]
 Durante uno de los malones contra San Luis, una partida de ranqueles sorprendió a un grupo de soldados de puntanos. Uno de ellos descansando sobre un árbol:
  “¡Bájate cristiano!
 El sorprendido, viendo el peligro a sus pies, se bajó. Al mismo tiempo descubrieron a otro soldado, que también estaba dormido y a poca distancia. Era el cabo que vigilaba al centinela. Los ataron y les hicieron declarar para qué fin estaban allí, con quién andaban, el número de sus compañeros, dónde estaban estos y finalmente, el estado de las fuerzas de San Luis.
 Los infelices largaron cuanto sabían. Luego los indios mataron a uno y se llevaron al otro de guía hasta donde estaban los 27 restantes. Cuando este señaló donde estaban lo mataron también. Y empezaron a cercar desde lejos el lugar indicado.
 En cuanto sintieron el tropel, los soldados, junto con el oficial, se pusieron a la defensiva, haciendo espalda en los bordes de los otros barrancos. La pelea fue encarnizada. Los cristianos se defendieron con extraordinario arrojo. Pero al fin, agotadas las municiones, fueron acosados a pedradas por las hordas indias. Y así sucumbieron todos, sin salvarse uno. Los desgraciados mutilados y despedazados; unos sin ojos; otros con los cráneos hechos pedazos, las narices deshechas y los más, lanceados”.[13]
  Los interrogatorios a los prisioneros y su posterior asesinato eran prácticas comunes de los ranqueles y araucanos, al igual que el ensañamiento con los cuerpos de los caídos. Otro valioso testimonio ha llegado a nosotros de la pluma del comandante Manuel Prado en su memorable obra La guerra al malón donde relató el rescate de los cuerpos de seis militares caídos en combate contra los indios:
 “(…) Volvían estos despacio, el tranco lerdo y cansado de sus cabalgaduras, trayendo seis cadáveres horriblemente mutilados (…)”.[14]
 En otro de los combates, en 1877, el teniente coronel Saturnino Undabarrena, salido desde Italó en persecución de una partida de salvajes, murió junto a sus hombres:
 “Undabarrena y sus compañeros se batieron como leones; pero vencidos por el número no tardaron en sucumbir. Cuando llegó la columna de los rezagados que había reunido el capitán Reguera, sólo encontraron un montón de cadáveres hechos pedazos”.[15]
 Sobre el mismo combate, pero en otro de sus libros, M. Prado describió la escena:
 “En el lugar donde cada soldado había caído, una rastrillada  un reguero de sangre. Donde estaban, mutilados horriblemente y desnudos, los cuerpos de Undabarrena y sus oficiales, parecía un matadero: once eran los indios muertos por aquellos bravos”.[16]
 El año anterior se había producido una situación similar en las proximidades del fortín Chañares:
 “Miró el jinete haca aquel lado, y no pudo evitar un movimiento de horror al ver destrozado el cuerpo del soldado que dejaron de vigía. El infeliz estaba horriblemente degollado, desnudo, cubierto el pecho de agujeros que manaban sangre aún”.[17]
  En 1882, en Neuquén, nuevamente los indios se ensañaron con los cuerpos de los caídos:
  “Veinte indios cayeron sobre el oficial y el soldado; este, ágil como el gato, saltaba de un lado para el otro en torno a su teniente, que a su vez se defendía, como era posible hacerlo sentado, con la hoja de su espada (…).
      Nogueira, cuando fue hallado, tenía el cuerpo acribillado a lanzazos, la cabeza separada del tronco y los miembros mutilados.
      El soldado, abandonado por los indios que lo creyeron muerto, fue recogido herido y llegó a restablecerse por completo”.[18]

Los malones
 Refiriéndose a la conducta durante los malones, Dionisio Schoo Lastra explicó el trato que  las indiadas del cacique Pincén tenían con los hombres blancos:
 “El porqué de las huidas o de los encuentros a muerte se explica: los indios de Pincén sistemáticamente no cautivaban adultos, porque les perturbaban la vida en las tolderías. A ellas sólo llevaban mujeres y criaturas de ambos sexos; a los hombres los mataban, y los cristianos, retribuyéndoles la atención, hacían los mismo con ellos”.[19]
 De esta manera la guerra en el desierto era un enfrentamiento a muerte, donde muchas veces la victoria o la derrota implicaban el asesinato de los prisioneros enemigos. Así murió el teniente Marcelino Vargas de los lanceros de Junín, hermano de don Pablo Vargas, distinguido comandante en la lucha contra los indios. Sorprendido y rodeado en su rancho durante un malón, vendió cara su vida:
 “Con su desesperación del agotamiento atropelló, logró un pequeño claro que le descubrió la boca del pozo que no tenía brocal ni era profundo; lanzóse adentro (…). En el agua, algo se repuso aprovechando su tranquilidad momentánea, porque alrededor de la boca del pozo, no tardaron en asomar la cabeza los indios. Discutían entre ellos, no podían distinguirle; el más atrevido entró una pierna y luego la otra, y se deslizaba al interior cuando él lo calzó de un lanzazo, cayó el indio a su lado y ahí lo despenó.
 Entonces los demás empezaron a arrojar al interior del pozo los palos y paja del techo del rancho, y les prendieron fuego. Quemáronle vivo y se libraron así de uno de los bravos de aquella lidia (…)”.[20]
  Durante uno de los ataques contra Junín, en la estancia La Teodolina, propiedad de los Alvear, la indiada ingresó al rancho del administrador:
 “En la puerta dio de manos a boca con un indio de pue que sin darle tiempo de reacción alguna, le sumió el cráneo de un bolazo, dándole muerte instantánea.
 Si al caer abatido, adentro, oyeron algo, el hecho fue que desde allí una voz juvenil de mujer pronunció un nombre, apareciendo a poco con su nene en brazos.
 Y en la semi claridad del amanecer, salía de la arboleda de La Teodolina un indio llevando delante de él, sobre el caballo, a una señora en batón con su hijito”.[21]
 S: Avendaño, que convivió como cautivo con los ranqueles durante varios años relata las alternativas de un malón contra la zona de Cruz Alta en Córdoba:
 “Gran número de familias desgraciadas cayeron en poder de estos. Los indios mataron a los hombres y saquearon las casas, sólo se salvó el fuerte, que estaba resguardado por tres filas de tunas (…). Los invasores se proveyeron de todo; las casas de negocios quedaron a su discreción, porque nadie podía repelerlos”.[22]
 Con frecuencia se sostiene que el indio robaba porque le faltaban los medios de subsistencia. Más allá de que esto no era justificación, los medios eran escasos porque preferían el saqueo al trabajo. Muchas de las tribus tenían parcelas donde cultivaban diversos alimentos, pero los robos les proporcionaban riquezas con mucha más facilidad que el avocarse al diario y duro trabajo. Francisco Pascasio Moreno, quien valoró a los indígenas y luchó siempre por su preservación escribió:
 “Las mujeres, las hacendosas araucanas, trabajan desde el amanecer en la preparación de los alimentos, en el arreglo de su casa y en el cuidado de sus pequeños hijos, que tratan con el mismo cariño maternal que la más amante de nuestras matronas (…). En los momentos que le dejan libres esas ocupaciones, teje con aparatos sencillos los magníficos ponchos que conocemos.
 El hombre; por el contrario, es haragán como todos los salvajes: acostado boca abajo o recostado sobre un quillango, pasa el tiempo conversando de sus combates, de sus mujeres, de sus cacerías y de sus caballos. Sólo cuando la comida falta y el hambre lo apura, sale de su apatía en busca de guanacos o avestruces o de algún potro, que mata a bolazos y que las mujeres descuartizan”.[23]
 Esta tendencia a la holgazanería era uno de los factores que los llevaban a hacer los malones, siendo mucho más sencillo obtener mediante el robo la riqueza labrada con el trabajo de otros que con el propio sudor de la frente. Y esto con el agravante de que estas tribus habitaban en regiones como Buenos Aires, La Pampa, el sur de Córdoba y Santa Fe, Río Negro y Neuquén, con suelos que brindan enormes posibilidades para la agricultura y ganadería. De allí que el nombre de desierto pueda aplicarse por la escasez de habitantes pero no por la falta de recursos.
 Estanislao Zeballos, uno de los más importantes investigadores de la cuestión indígena y defensor de las campañas al desierto, nos da una idea de la magnitud de los malones:
  “El Azul rodeado hasta las chacras, como aconteció en 1855, su campaña saqueada; las fuerzas de línea divididas y aisladas, en la impotencia: las lejanas divisiones de Villegas, Freyre y Winter realizando marchas tremendas, que aniquilaban sus caballos, para cortar el camino al enemigo, fuera de la línea de fortines, y los bárbaros esparcidos sobre una zona de millares de leguas, ticas en ganado y poblaciones cristianas desde Tapalqué a Bahía Blanca, retirándose con un botín colosal de 300.000 animales y 500 cautivos, después de matar 300 vecinos y quemar 40 casas, ¡tal era el cuadro a que asistía con horror la Nación entera!”. [24] 

  1. Serres Güiraldes explicó los resultados del gran malón de 1872:
 “La apreciación oficial sobre la magnitud del malón, sitúa los efectivos que intervinieron en el mismo, entre los 3.000 y 3.500; pero estimaciones de testigos presenciales – tales como el ingeniero Ebelot – hacen ascender el número a unos 5.000 indios.
 Esa turba – que como un aluvión que rompe los diques de contención arrasando todo a su paso – lanzó un ataque en un amplio frente, arrollando las defensas de las fronteras Sud y Costa Sud, penetrando en los principales pueblos y establecimientos rurales. Azul. Tapalqué, Tandil, Tres Arroyos y Alvear, fueron devastados por las hordas del desierto. Trescientas leguas de buenos campos fueron taladas por el paso de los jinetes indios.
 El espectáculo de la invasión grande fue algo dantesco que sobrecogió hasta los espíritus más templados, y finalizó con algo probablemente nunca visto en la historia de la humanidad ¡un arreo de 300 mil cabezas de ganado!”.[25]
  Otro testimonio de los malones, en este caso de una  gran invasión en 1876, fue publicado en el diario La Prensa dando a conocer lo ocurrido en Tres Arroyos donde fueron incendiadas 113 casas y robados 25.000 caballos y 3.000 vacas. Un vecino que presenció  los sucesos relató:
 “Los salvajes desprendieron cincuenta lanceros para recibirla, {a una partida de vecinos que salió a defender sus hogares}  trabándose una lucha reñida de la cual resultaron seis cristianos muertos, incluso cuatro de los seis que salieron de la estancia. Obligados a replegarse los vecinos se vinieron a donde estábamos, consternados y a la vez impotentes en presencia de un choque sangriento que tenía lugar a diez cuadras de nosotros. Los muertos por su heroísmo merecen ser nombrados pues se peleaba cuerpo a cuerpo son: Encarnación Castellanos, Mendoza, un compadre suyo, el paisano Pacheco Artaya y un Sandalio peón de Soler. Después de lanceados esos valientes fueron degollados a nuestra vista.
 Los indios enfurecidos atacaron enseguida la casa de Chagarrete a la que prendieron fuego. Fueron enseguida a un rancho inmediato y degollaron a Cruz González prendieron fuego a la casa, entre cuyos escombros quedó carbonizado su dueño. Mientras esto sucedía, otro grupo degollaba a un pariente del Señor Gavilán, llevándose cautivas a la mujer y a una joven muda (…)”.[26]
 La magnitud y devastación generada por estos ataques no deja de ser sobrecogedora: asesinato de vecinos, secuestro de mujeres y niños, incendio de los hogares, saqueo de bienes, arreos de 300.000 cabezas de ganado. Si el indio solamente robaba para comer, de acuerdo a estas cifras, ninguno debía ser flaco o pasar hambre.

Las borracheras
  Famosos fueron los indios por su gusto por las borracheras, a pesar de ser una conducta común en las sociedades, no deja de ser un testimonio de lo lejos que estaban las tribus de la visión idealizada de los indigenistas. Lucio Mansilla nos dejó un testimonio de su experiencia en las tolderías de Leubucó:
  “´-Yapaí, hermano- y apuraba el cuerno o el vaso.
 Una algaraza estrepitosa producida por medio de golpes dados en la boca abierta, con la palma de la mano, estallaba incontinente.
 ¡¡¡ Babababababababababa!!! –resonaba, ahogándose los últimos ecos en la garganta de aquellos sapos gritones.
 Mientras el licor no se acabara, la saturna duraría.
 Yo no quería que me sorprendiera  la noche entre que aquella chusma hedionda cuyo cuerpo, contaminado con el uso de la carne de yegua, exhalaba nauseabundos efluvios: regoldaban a todo trapo; cada eructo parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas”.[27]
 La gráfica y pintoresca descripción de L. Mansilla escrita en su célebre trabajo nos da una idea de estos rituales en los que bajo el efecto de la bebida, estallaban con frecuencia las peleas con su consiguiente saldo de muertos y heridos, de allí el terror que sentían las mujeres y los niños que buscaban refugio donde podían para evitar ser víctimas de la ira de los hombres bajo el efecto del alcohol. De acuerdo a la visión de F. P. Moreno, sin duda uno de los hombres que más investigó las costumbres de los aborígenes que enfrentaron al hombre blanco durante la campaña al desierto, el excesivo consumo de alcohol contribuyó a la disminución de las poblaciones:
  “El mapuche (gente de los campos) es gran aficionado a los licores, y esta es la causa principal de su rápida extinción.
 Cuando consigue el aguardiente que los indios aucaces (o valdivianos), repulsivos comerciantes, traen a vender a los toldos, o ha llegado el tiempo de la zarzaparrilla, el michi (Duvaua) y las manzanas, las orgías son terribles; no se pueden describir.
 Con el pretexto de propiciarse los favores del Buen Espíritu hacen reuniones en las que, después de dar de comer y beber a las piedras sagradas y a las víctimas ya sacrificadas –potros, yeguas, toros y ovejas- y haber regado las lanzas, se entregan a borracheras desenfrenadas y beben días y semanas enteras. He presenciado algunas de ocho días de duración. En esas circunstancias es cuando el viajero peligra.
 Entonces los toldos se convierten en verdaderos campos de Agramante; si no se  han quitado las armas a los indios, la sangre humana corre y su vista incita a aumentar la carnicería. Así empiezan generalmente las matanzas de brujas, infelices ancianas que el indio, en momentos de ceguedad, cree causantes de sus desgracias y enfermedades. Lástima que tales escenas sean frecuentes en esta tierra de promisión”.[28]
 Es difícil encontrar algún viajero, explorador, ex cautivo o persona que haya convivido con los indígenas y dejado un testimonio que omita la impresión que le generaban las borracheras pero especialmente la violencia de las trifulcas que estallaban bajo los efectos del alcohol y que fueron otro de los factores que influyó en la disminución de las poblaciones. Podemos notar de acuerdo al testimonio de F. Moreno, que eran los propios indígenas, en este caso, los que vendían las bebidas y que si no se obtenían de la producción del hombre blanco, se elaboraban a partir de las manzanas. Este punto sirve para refutar otro de los mitos, consistente en que fue el hombre blanco el que introdujo el alcohol, cuando este en realidad estaba presente desde antes de la llegada de los españoles, siendo su consumo parte de los ritos y vicios de los indios.

Reflexión final
 La lucha generada entre los indígenas entre sí y contra el hombre blanco y las costumbres y atrocidades descriptas no pretenden ser un catálogo morboso de los horrores ocurridos durante las guerras en la frontera o durante los enfrentamientos entre los indígenas. Tampoco pretende demonizarse a los indios, veremos en sucesivos trabajos lo ocurrido en el proceso de lucha, pero sí buscan refutar las mentiras o errores de quienes buscan destruir la imagen de los que lucharon para terminar con los malones y llevar la paz a las fronteras para que las poblaciones pudieron vivir y trabajar en paz y la Patria progresara.
 Para indigenistas, seudo intelectuales de izquierda y simples ignorantes, parece que el genocidio perpetrado entre las tribus – la mayoría de ellas emigradas de Chile para conquistar y someter a otros grupos, legítimos dueños de la tierra-; el asesinato masivo de pacíficos pobladores de frontera; las violaciones y muertes de mujeres y niños; el secuestro y desaparición de hombres, mujeres y niños sometidos a la esclavitud (muchos de ellos recuperados durante las campañas al desierto y restituidos a sus familias); el robo masivo de ganado y bienes para no trabajar; el apoyo a estos del gobierno de Chile para menoscabar la soberanía argentina en la Patagonia; las borracheras; las poligamia; la tortura, mutilación y muerte de prisioneros, parecen ser aspectos olvidados. Fueron las acciones cívico-militares llevadas a cabo para terminar con la barbarie en nuestro suelo.
 Las campañas al desierto, sobre las que trataremos en las siguientes notas, terminaron con todas las atrocidades descriptas, aseguraron la frontera, acabaron para siempre con el terror y devastación que generaban los malones, permitieron la expansión de la ganadería y la agricultura, convirtiéndonos en el granero del mundo y en una de las primeras economías mundiales, aseguraron para siempre la soberanía en los territorios en disputa con Chile y destruyeron el poder del indio. Bien sintetizó Ricardo Paz la importancia de estas acciones en las que cientos de oficiales, suboficiales y soldados del Ejército Argentino y la Guardia Nacional ofrecieron sus vidas y sacrificios para que la Patria viva:
  “(…) El poder del indio quedaba destruido; sus restos se confinaron al sur del río Negro y del Limay, o regresaron a Chile, por los mismos boquetes que durante tantos años sirvieron para alargar la mano sobre la riqueza argentina.
 Se había puesto fin no sólo al malón sino a su aprovechamiento por parte de Chile, a manera de guerra de recursos, no declarada pero efectiva.
 En un cuarto de siglo cerca de 4.000.000 de cabezas de ganado pasaron por el – llamado – camino de los chilenos y otras célebres rastrilladas al ‘país de las manzanas’ primero y de ahí al otro lado de los Andes.
 Antes de ello fracasaron todos los esfuerzos diplomáticos para obtener la colaboración de Chile en la represión de tanta salvajada. Sarmiento tuvo que oír de sus viejos amigos transandinos manifestaciones acerca de la imposibilidad de ejercer controles sobre este tráfico ilícito, cuando en verdad, lo estaban alentando (…).
 La ocupación del desierto, cumplió con fines civilizadores y económicos, pero también     estratégicos, en cuanto puso a nuestro ejército sobre los pasos del sur de la cordillera, a dos leguas del Pacífico, hasta donde llegó el general Villegas dentro de lo que era entonces territorio argentino”.[29]

NOTAS:
[1] AVENDAÑO, Santiago. Op. cit., p. 71.
[2] AVENDAÑO, Santiago. Usos y costumbres de los indios de la pampa, primera reimpresión, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2012, p. 130
[3] AVENDAÑO, Santiago. Memorias… . Op. cit., p. 157.
[4] Ver ZABALLOS, Estanislao. Episodios en los territorios del sur (1879), Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2004, pp. 453-457.
[5] AVENDAÑO, Santiago. Memorias …Op. cit., pp. 99-100.
[6] MANSILLA, Lucio Victorio. Una excursión a los indios ranqueles, décima edición, Espasa – Calpe Argentina, 1997, p. 195. Hijo del héroe de la batalla de Vuelta de Obligado y sobrino de Juan Manuel de Rosas.
[7] MANSILLA, Lucio Victorio. Op. cit., pp. 156-157.
[8] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 114.
[9] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 117.
[10] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 173.
[11] Testimonio de la cautiva Tiburcia Escudero. En: ROJAS LAGARDE, Jorge Luis. Op. cit., pp. 59-60.
[12] Carta de Isidoro de la Sota, vecino de Junín, a Ataliba Roca, comerciante, hermano del general Julio Argentino Roca. En: SCHOO LASTRA, Dionisio. La lanza rota, primera reimpresión, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2010, p. 67.
[13] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 234.
[14] PRADO, Manuel. La guerra al malón, Buenos Aires, Xanadú 1976, p. 75.
[15] PRADO, Manuel. Op. cit., p. 78.
[16] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa. Cuadros de la guerra de frontera, Buenos Aires, Taurus, 2005, p. 51.
[17] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa … Op. cit., p. 83.
[18] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa … Op. cit., p. 141.
[19] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 102.
[20] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 106.
[21] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 98.
[22] AVENDAÑO, Santiago. Usos y costumbres.. .Op. cit., p. 130.
[23] MORENO, FRANCISCO PASCASIO. Viaje a la Patagonia Austral 1976-1877, segunda reimpresión, Buenos Aires, Solar, 1989, p. 35.
[24] ZEBALLOS, Estanislao. La conquista de las quince mil leguas, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
[25] SERRES GÜIRALDES, Alfredo. Op. cit., p. 239.
[26] Testimonio de un vecino de Tres Arroyos. En: ROJAS LAGARDE, Jorge Luis. Op. cit., p. 65.
[27] MANSILLA, Lucio V. Op. cit., p. 110.
[28] MORENO, FRANCISCO PASCASIO. Op. cit., p. 34-35.
[29] PAZ, Ricardo Alberto. Op. cit.,  p. 37.

✒ Sebastián Miranda | Debatime | Martes 22 de octubre de 2013.
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